TREINTA Y CINCO DÍAS PERDIDOS EN LA SELVA
Rodolfo (Rudi) Diem
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Los participantes de esta gran aventura fueron Hermann Flaig, Gottlob Raiser, Löringer y su hijo, Wörle y Jorge Kirchner. Éste último abandonó el viaje porque el Piray Guazú estaba crecido y no había paso, se
decidió a volver a la casa porque tenía puestas botas nuevas y arruinaron sus pies. Entonces, el resto del pelotón se decide a seguir el viaje. Se largaron en lo desconocido, sin saber que era una selva, más o menos entre 80 y 100
kilómetros desde Eldorado.
Según corrió la voz en la Colonia, en San Pedro crecía la yerba silvestre, lo habían comentado unos mensúes que traían yerba canchada desde esa zona, cruzando por un sendero
muy angosto al que llamaron “pique” sobre lomos de burros.
Hacía pocos meses que habían llegado desde Europa.
El viaje de ida fue muy bien siguiendo el sendero y la estadía en San Pedro fue de tres días,
pero el sueño no se hizo realidad porque la yerba que buscaron no se encontraba en plantines sino en árboles. Luego de los tres días, se decidieron a regresar a Eldorado, pero esta vez lo harían por un sendero más corto,
según les explicaron los residentes. Como el viaje de ida había sido muy largo y penoso, decidieron comprar dos caballos. Pero surgió un problema, no les alcanzaba el dinero para pagarlos al contado, entonces el dueño se los dio
fiados, con la promesa que cuando llegaran a sus casas, el dueño cobraría. Pero no fue así.
Preparados, al día siguiente comienza la marcha, tomando de rumbo el “pique” más corto. Al comienzo todo iba
bien hasta que se abrieron varios caminos y tomaron él que no correspondía. Al segundo se les termina el sendero y se internan en la selva, y cuanto más se internan, comienza para ellos el infierno verde. Tuvieron que ocupar los machetes
para poder avanzar.
Llevaban vagando sin rumbo cuatro días y sin ninguna esperanza de llegar a Eldorado, los víveres los iban consumiendo y los racionaron, hasta que en pocos días se terminaron. De allí en adelante, comieron
lo que con las escopetas podían conseguir: animales pequeños y pájaros. La humedad y el frío se hacían sentir, el calzado se rompe y siguen descalzos hasta que los pies quedan inútiles, y también las manos,
de tanto usar el machete.
Cuando se internaron en la selva era invierno, y las lluvias continúan y el frío. El sol no penetra dentro del monte, los resfríos y la fiebre los deterioraba, la marcha se volvía insoportable. Pero
no se dejaban vencer por nada, debían llegar vivos a sus hogares. En la profundidad de la selva no tenían ninguna orientación, al sol raras veces lo veían porque las copas de los árboles lo cubrían, no tenían
más víveres, los fósforos y los encendedores no funcionaban por la humedad, las balas se habían terminado y solo quedaron las escopetas y los machetes; la ropa se caía a pedazos y las remendaban como podían.
Un
paredón de piedra les hizo desviar el rumbo, contentos porque creían que llegaban al río Piray Guazú, pero era solamente un afluente, faltaba mucho para llegar.
Después de otros días de caminata llegan a un arroyo
más grande que el anterior y realmente ese si era el Piray.
La tragedia más grande que los conmovió fue la enfermedad del hijo de Löringer. Cada día que pasaba, por la fiebre que tenía, se debilitaba más.
Llegó el momento en que no pudo continuar y para protegerlo levantaron un techo de pindó, Allí se quedaron dos días, haciéndole té de hojas de tacuara mientras los otros se alimentaban con raíces, cazaban sapos
y algunos bichitos que comían crudos.
Como el enfermo mostró una leve mejoría, decidieron seguir adelante, llevando al paciente en hombros, pero todos estaban agotados físicamente y lo tuvieron que arrastrar, hasta que llegó
el momento en que no pudieron más. A pedido del joven, lo dejan y se decidieron a seguir el viaje, pero sin saber dónde se encontraban y en la esperanza de que cuando llegaran, podrían volver a buscar al enfermo. Pero no fue así,
el joven falleció y sus compañeros nunca encontraron los restos. La selva misionera fue su tumba.
Para su padre fue muy doloroso, también para sus compañeros.
Pero volvamos a los viajeros. La tensión iba creciendo,
ya no se hablaban más, física y espiritualmente estaban destrozados y como así no podían seguir, entonces el más fuerte tomó el mando.
Mientras tanto los familiares en Eldorado estaban inquietos ya que según
sus cálculos deberían estar de regreso, desde que partieran no habían tenido noticia alguna. El dueño del caballo que compraran en San Pedro llegó a Eldorado para cobrar su cuenta y se llevó una gran sorpresa cuando
se enteró que el grupo no había regresado aún.
Fueron a la Policía para denunciar que los viajeros estaban perdidos en el monte y ésta se puso en acción, organizando la búsqueda.
Las esposas e hijos
se reunían para para rogar a Dios por la vida de sus esposos y padres, aunque las esperanzas fueran mínimas después de tanto tiempo.
Cierto día, la esposa de Löringer les dice que tiene el presentimiento de que todavía
estaban con vida porque en la noche se le había aparecido la imagen de su esposo al lado de su cama, llamándola.
Como la Colonia progresaba, y Adolfo Schwelm seguía abriendo rumbos en el monte, por ese entonces en el kilómetro
30, dio la orden de buscar a la gente perdida y fue el señor Adolfo Hummel con su cuadrilla que días más tarde los encontró en plena selva. Hummel los rastreó en la selva, dando gritos, tirando tiros al aire y sapucay hasta
llegar tan cerca de ellos que alcanzaron a escuchar las voces de socorro, que apenas podían articular. Por fin el salvamento llegó después de estuvieran treinta y cinco días perdidos.
La cuadrilla de Hummel recogió a
la gente alzándolos a lomo de caballo o llevándolos sobre sus hombros porque apenas podían movilizarse. Llegaron así hasta la casa del último colono en el kilómetro 17, la de la familia de Federico Weckerle, donde
pasaron dos días hasta reponerse para seguir en un carro tirado por bueyes que había ido expresamente para buscarlos desde el puerto.
La familia Weckerle les dio ropas, calzados y les curó un poco las heridas, los alimentó
y abrigó con lo poco que disponían,
Un vecino los llevó a sus respectivos hogares, destrozados física y espiritualmente, sin ropa, sin caballos, sin yerba, solo con una gran fuerza espiritual, con una gran fe que les permitió
llegar vivos, dejando al más joven en la selva.
La promesa que se hicieron de por vida fue que cada año en el mismo día en que fueron rescatados, se reunieran para festejar el acontecimiento. El último en fallecer fue Hermann
Flaig.
Estos colonos recién llegados de Europa, sin conocimiento alguno de la zona selvática y apenas llegados a Eldorado, es una de las tantas historias de inmigrantes. Estos sucesos acontecieron en el año 1925.
Nota: Esta
historia fue relatada por la esposa de Hermann Flaig.