ADOLFO JULIO SCHWELM
El último gran deseo del Fundador
Autor: Victor Verón – Publicación de Revista Eldorado – septiembre 1951
Digitalizado por: Paquita Lowe - año 2014
El príncipe Ladislao Woronieski llegó a Eldorado en 1948, procedente de Puerto López, localidad paraguaya situada al otro lado del Paraná.
Había estado construyendo allá terraplenes y colocando vías para un ferrocarril de trocha angosta que nunca llegó a terminarse.
Este singular príncipe
ruso, ingeniero filo técnico, según decía él, se había ganado el grado de mayor honoris causa del ejército paraguayo durante la Guerra del Chaco, contienda que ensombreciera a América Latina en la década
de los años treinta. El príncipe calzaba botas militares, chaqueta de corte castrense y lucía en el pecho, permanentemente, una vistosa Cruz de Hierro, condecoración que decía haberla ganado no recuerdo dónde
ni cuándo.
Todo el mundo conocía al “ingeniero” o al “mayor Woronieski”, como a él le gustaba ser nombrado. Caminaba presto, con pasos
firmes y solía saludar de vez en cuando con un golpe de cabeza breve al tiempo que hacía sonar los tacos de sus negras botas.
El mayor tenía dos hijos y mi relación
con él nació a través de estos muchachos con quienes me unía una fraternal amistad.
Algunos meses después de alejarse de Puerto López,
donde entonces trabajaba yo, Woronieski vino a verme rogándome que me fuera con el a Eldorado. Me repitió que “mis aptitudes” le ayudaría a “recoger plata a carradas en una colonia de alemanes ansiosos de que alguien
fuera a alivianarles los bolsillos”.
Como en aquellos días a mí solo me interesaba dibujar, pintar, tocar cuanto instrumento de cuerda cayera en mis manos y llenarme
con el rocío los sábados, andando de serenata en serenata, me resistí a la elocuencia del mayor, quien en la ocasión hasta se había puesto el monóculo para impresionarme mejor..
La cuarta vez vino con Lucas, el mayor de sus hijos, y ya no pude volver a decirle que no. Llegamos a la pensión de don Pepe, en el caserío del kilometro 2, para vergüenza mía, porque muy pronto caí en la cuenta
de que algo no andaba como debía ser. Así era. Me enteré que a la sazón el mayor adeudaba nada menos que cuatro meses y medio de pensión, sin tener en cuenta la cerveza y los vinos a los que era adicto de manera
bastante singular.
Luego de sentir sobre mí durante dos días el peso de la mirada de Don Pepe y tragar con dificultad lo que comía, Woronieski regreso de su salida
mañanera trayendo la noticia de que había conseguido el primer trabajo para mí.
Debía proyectar nada menos que una capilla en puro estilo gótico.
Casi pierdo el habla. No lograba imaginarme cómo podía ese hombre pensar que yo fuera capaz de realizar semejante proeza. Una capilla gótica no era un rostro humano, una planta de ramas retorcidas o un simple paisaje.
Sin embargo, atiné a preguntar al mayor para qué necesitaba el proyecto de una capilla gótica.
Fue entonces cuando Woronieski me explicó todo el asunto.
Schwelm, el fundador de la colonia, quería ese proyecto.
--El viejo está a punto de ahogarse –dijo-. Tiene miedo de presentarse ante las barbas de San Pedro. El viejo desea construir una capilla gótica en medio
de su parque porque sueña con reposar en un lugar sagrado; el viejo tiene miedo de sus pecados y quiere un salvoconducto. En una palabra: quiere esa capilla y nosotros podemos darle lo que busca.
En honor a la verdad debo contar que
Woronieski se había vuelto al cabo de los años en un “ingeniero” incapaz de diseñar el proyecto de una escalera de carpintero. De allí venía el haberse dignado en solicitar mi ayuda, orgulloso y altivo como
era.
Me había metido en un brete sin escape. A fin de tener una idea elemental que me ayudara a concebir y representar sobre el papel una figura que pareciera a una capilla gótica, pedí al mayor que consiguiera de donde fuera
algún libro, o lo que hallara, sobre arquitectura medieval.
Antes del mediodía, el príncipe Woronieski puso en mis manos un hermoso ejemplar sobre herrería artística universal, profusamente ilustrado con fotografías
de las principales catedrales más famosas de Europa. Bebí en esa fuente con todas las fuerzas de mi ser durante la tarde entera. Al llegar la noche me puse a trabajar, sin parar hasta conseguir una suerte de miniatura inspirada en
la catedral de Reims.
Horas y horas enteras se pasó Woronieski dando zancadas y bebiendo lleno de angustia, esperando que yo diera el toque final. Apenas hubo dado el último trazo, se abalanzó sobre el dibujo lleno de ansiedad.
Por un momento creí que iba a largarse a llorar. Me palmeó cariñosamente en los hombros.
“Yo ya no puedo hacer estas cosas bonitas dijo – realmente emocionado--. Mis manos ya no sirven para nada, pero todavía
sé apreciar lo bueno y lo bello”.
Mojó el plumín en el tintero y estampó su firma vigorosa al pie del dibujo y luego, nerviosamente, lo convirtió en un rollo. Rato después partió dando fuertes
zancadas en dirección a la casa del Fundador de la colonia, llevando bajo el brazo el fruto de dos noches sin dormir.
Tanto Lucas como yo jamás llegamos a saber cuánto dinero logró Woronieski sacar al Fundador
a cambio de aquel trabajo. Lo cierto es que con una parte de lo cobrado ese mismo día, el mayor pagó todas sus cuentas pendientes. A Don Pepe se le encendieron de nuevo los ojos y sus pulmones volvieron a gozar del aire que nosotros
le habíamos estado robando.
Esa misma semana alquilamos una confortable casona ubicada en el kilómetro 10 y el príncipe pagó al contado sonante y constante los muebles y enseres necesarios para habitarla, luego de lo cual
nos mudamos con aire de triunfadores y dispuestos a comenzar a “recoger plata a carrada”, como dijera el mayor Woronieski.
Un día de esa misma semana, Woronieski me llevó a visitar a Schwelm.
“Debemos
agarrar al viejo antes de las ocho de la mañana –dijo con su eterno acento malicioso --, a la hora que toma su jugo de pomelos para apagar la resaca. Schwelm es un bebedor de wisky y con una sed de todos los infiernos. Desde que él
empezó a darle gusto a la garganta, Pantagruel se esfumó del purgatorio.
Al habar, Woronieski olvidaba que él mismo era todo un insigne campeón en descorchar y despachar botellas. Muchas veces llegué a la conclusión
de que este hombre tan despiadado ante las flaquezas humanas no sentía el menor remordimiento par haber dilapidado una enorme fortuna en las mesas de juego de los principales casinos de Europa y América arrastrando a la pobreza a su inocente
familia. Pero el príncipe era así, capaz de verter lágrimas de emoción en cualquier momento, sin dejar de ser blasfemo e impío y muy pronto a proferir indecencias plagadas de procacidad en menosprecio de cualquiera
que no fuera su propia familia.
Nos sentamos ante la cama de aquel famoso personaje a quien yo había visto fugazmente algo así como unos diez años atrás, cuando aún parecía joven y fuerte. Nunca se borrará
de mi mente el aspecto de ese hombre que en cierta ocasión llegó a despertar la admiración hablando en el Parlamento inglés sobre las bondades y el maravilloso porvenir de un rincón del suelo americano llamado Eldorado.
Un jovencito de buena presencia acababa de traerle un gran vaso de jugo de pomelos que el fundador bebía a sorbos, reclinado sobre unas voluminosas almohadas de plumones. Sentí hacia el anciano una fuerte e incontenible mezcla de compasión
y rechazo. En aquella época de mi mocedad seguí siendo yo sumamente sensitivo. La belleza y la fealdad física seguían impresionándome de manera casi enfermiza a pesar de que la vida ruda del alto Paraná
se hubiese encargado de templarme el espíritu, tornándome más resistente a dolor y a las situaciones desagradables. Aún así, todo mi ser vibró en desorden ante la proximidad de aquel cuerpo semidesnudo, deformado,
fofo y tembloroso, tremendamente afeado por los años y los excesos. Sin embargo, Schwelm nos había recibido con franca deferencia y febril amabilidad. Durante casi todo el tiempo que estuvimos con él la conversación
giró permanentemente en torno del templete gótico que pensaba edificar en medio del parque. El fundador hablaba con dificultad u su vista acuosa brillaba intensamente detrás de las bolsas enrojecidas que colgaban debajo de
sus ojos.
No quise volver a ver a este anciano cargado de soledad, tristeza y temor. Cuando caminábamos hacia el centro, rompí el silencio para decir al mayor:
“Me parece que le queda poco tiempo
para levantar su capilla”. Woronieski lanzó una carcajada rotunda y dijo festejando su propia malignidad:
“Mefistófeles le tiene reservado un gran lago de whisky escocés: un lago sin poder jamás paladear sus aguas”.
Woronieski jamás dejaría de ser cruel, muchas veces hasta consigo mismo. Lucas y yo muy pronto lo abandonamos, cansados de las desagradables sorpresas que con que nos regalaba día tras día. Ambos decidimos desembarazarnos
de él cuando las cosas llegaron a lo insoportable. Partimos entonces rumbo a Asunción, dejándolo solo con las consecuencias de sus escándalos e interminables libaciones en el bar de la Cooperativa y el Salón América.
Tiempo después, ya de vuelta al alto Paraná, supe que Shcwelm había muerto. En el transcurso de los años que siguieron nunca oí que alguien mencionara una palabra acerca de la Capilla que deseó construir en
el parque dónde había vivido una gran parte de su existencia. ¿Es posible que su ferviente sueño no haya trascendido más allá de Ladislao Woronieski y yo?.. Y si otros llegaron a conocer esos últimos deseos
¡ Por qué lo callaron después de su muerte?? ¿Dónde habrá ido a parar aquel pedazo de papel en el cual logré sintetizar la imagen ce la célebre catedral de Reims?. ¿Es posible que el Fundador
no haya dejado algo escrito, algún testamento, haciendo conocer su postrer voluntad?.
Estas y otras preguntas me hice repetidas veces sobre aquel proyecto sumido hoy en el olvido. Me parece estar viendo aún la mirada
ansiosa del anciano Fundador de Eldorado. Al recordar esos ojos llenos de soledad y tristeza, que mi inmadura juventud no llegó a comprender en toda su verdadera dimensión, pienso en el mar de aspiraciones que todo ser humano arrastra a
lo largo del sendero de la vida.
Hombre al fin, Schwelm fue indudablemente un espíritu forjado con fuegos de sueños y conquistas, un perpetuo triunfador que materializó un Eldorado jamás hallado en los primeros tiempos de
la conquista americana, un hombre con propósitos sin fronteras, pero que al fin y al cabo no pudo cristalizar el más cara de sus últimos deseos: erigir una capilla en puro estilo gótico cuya sombra refrescara su tumba alguna vez.
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